
un artículo del profesor Ramón Cotarelo.
Por una multiplicidad de razones: por celos, por inseguridad, por sus complejos, por miedo, por egoísmo, por crueldad, etc, etc. Quizá haya tantas razones como asesinos. Pero hay una que las abarca todas, que está en la base de todas. Sean cuales sean las razones inmediatas, la mediata es siempre la misma: los hombres matan a las mujeres porque no saben contenerse.
Ese no saber contenerse, no saber refrenarse, es más o menos profundo en unos u otros hombres, pero está presente en todos ellos. Es la desmesura del poder, el resultado de haber estado siempre, desde el origen de los tiempos, en la posición dominante, miles de años antes de que se abriera camino en la conciencia humana la idea de que la fuerza no hace la razón.
Las mujeres en cambio, de siempre dominadas, han desarrollado mecanismos de defensa y uno de los más característicos es un mayor control sobre sí mismas, un saber contenerse que les ha sido esencial para sobrevivir; un no dejarse llevar por la pasión, un reservarse para otro momento propicio. Puede que esta capacidad sea más aparente que real, que en el fondo, siendo las mujeres seres humanos como los hombres, tampoco conozcan límites, como ilustran muchos ejemplos en la historia, desde Medea y las bacantes hasta algunas noticias espeluznantes de hoy, pero lo cierto es que el recurso a la violencia es una jurisdicción pronunciadamente masculina.
Hay un elemento oscuro en la agresividad masculina que no se puede despachar con consideraciones aparentemente neutrales. Hay feministas que dicen que la violencia contra las mujeres forma parte de una política deliberada de los hombres como género para consolidar su dominación histórica; que la violación forma parte de esa política deliberada, sobre todo las violaciones colectivas en el curso de conflictos; que viéndose amenazados en sus privilegios por la creciente emancipación de las mujeres, los hombres recurren a la violencia física y el asesinato. Y no solo en casos individuales, sino en actividades colectivas, a título de escarmientos, como sucede con las situaciones que en diversas zonas de Latinoamérica, especialmente México, se conocen como casos de femicidios.
Algo de esto puede haber en efecto sobre todo cuando se observa que en amplísimas zonas del mundo (países musulmanes, gran parte del África) si no se producen esos casos aislados de violencia de género al estilo occidental es porque la sociedad en su conjunto, institucionalmente hablando, descansa sobre la reducción de las mujeres a una condición infrahumana, cosa que se echa de ver cuando se trata de aplicarles la Sharia o ley mahometana.
En la base de la violencia machista como forma específica de la agresividad masculina está su contexto social. Son siglos, milenios, confiando la defensa del grupo en contextos hostiles a los machos más belicosos; siglos organizando la vida social en su complejidad simbólica en torno a la figura del defensor, del guerrero, del conquistador, identificado con el Padre de la patria, el patricio que es además, el pater familias, aquel a quien se someten los criados, los hijos, las mujeres.
El contexto social tiene un fundamento último erótico, sexual. Hace ya muchos años que los psicoanalistas vienen incidiendo en uno de sus temas preferidos que es el de la vecindad entre el amor y la muerte, entre Eros y Tanatos. Tan estrecha relación se ha sublimado en la historia a través de las artes, la poesía, el teatro, la música, bajo la forma de la "doma de la bravía" y el llamado "crimen pasional": la glorificación del exceso, de la incapacidad de refrenarse. Los crímenes pretenden justificarse en el amor y en el ansia de posesión ("la maté porque era mía") algo tan arraigado en la especie como el instinto de propiedad. Haría falta una revolución para acabar con aquel; como haría falta una revolución para extirpar este instinto.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA
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