Por Hermann Bellinghausen (La Jornada)
En toda clase de países, de primera y tercera por igual, se extiende estos días la certidumbre, a escala explosiva, de que llevamos demasiado tiempo bajo un falso, por hipócrita y mentiroso, concepto de lo que se entiende por democracia (y su delicioso apellido: occidental). En ninguna parte es cierto que el pueblo manda, ni siquiera en las naciones civilizadas, de Wisconsin a Milán. Y ya no sólo en las calles de Grecia y Egipto se cuecen habas.
Ha sido demasiado tiempo. Y demasiado abuso. Los grandes consorcios mundiales, que son por cierto pilares y garantes de la “democracia” en el mundo libre, no vacilan en arrasar las selvas de Ecuador. Las empresas mayores, trasnacionales, transconinentales, sostienen gobiernos hasta en Washington y París. Petroleras, mineras, farmacéuticas, financieras, armamentistas, de alta tecnología, alimentos, entretenimiento, energía. Mandan en Wall Street, Shangai, Dubai y la City. Deciden qué es democrático y qué, o quién, no. Para ellos suelen trabajar las policías, los jueces y los ejércitos.
El capitalismo corporativo, verdadero gobierno mundial, es lo más antidemocrático del mundo. Sus sofisticados y atroces mecanismos de control mantienen a raya a millones de empleados alrededor del mundo, quienes deben obedecer como zombis, sin chistar. Ya ni siquiera están vigentes aquellas leyes que legitimaban los derechos de trabajadores y agricultores a la organización, la huelga, la seguridad social. Fue el caso de México. Incluso en niveles medios de las grandes corporaciones, todos están encadenados a la noria de una o dos familias que se heredan el trono dorado de padres a hijos. Lo que es ser un Slim, un Azcárraga, un Garza Sada.
Y ellos son los que defienden la democracia, y la financian. No sólo explotan a millones de empleados directos, subempleados o esclavos a lo largo de la cadena corporativa que tiende sus tentáculos sobre la totalidad del planeta. Además, despojan a los que no son sus empleados (es el caso de los indígenas en Latinoamérica). Dominan la industria destructiva, depredadora, que sólo va tras los lingotes de oro a fin de cuentas. Mas ya que resultan rentables el conservacionismo, los servicios ambientales o la deuda de carbono, ahora son “verdes” Shell, Ford, Lockhead, Monsanto y otros vándalos universales.
Estas cúpulas ponen o descomponen presidentes, empezando por el de Estados Unidos. En México, el gobierno nacional trabaja para ellos al menos desde 1988, con Salinas de Gortari. Y hoy más que nunca, cuando la propiedad del país la termina de entregar Felipe Calderón a las trasnacionales mayores, unas cuántas familias en España, Canadá o China; bien directamente con la Board of Directors, bien a través de la venia de Washington. Ni Zedillo ni Fox intentaron nada diferente; por algo se acomodaron bien en el engranaje superior de la monstruosa maquinaria de antidemocracia que es el capitalismo corporativo metanacional.
Noam Chomsky y Ralph Nader han comparado brillantemente las corporaciones actuales con la organización nazi. El capitalismo “avanzado” tiene en llamas Irak y Afganistán para promover la “democracia”, o sea sus negocios. Todos, hasta los gobiernos “enemigos”, le pertenecen al sistema financiero internacional. Y cuando caen les congelan cuentas o retiran visas. Pasó con los tiranos amigos de Túnez y Egipto, pero también el de Libia. Igual podría pasarles en un descuido a los aliados “democráticos” tipo Colombia, Honduras o México.
La democracia es un mal circo. En Francia gobierna un saltimbanqui, en Italia un bufón (pero magnate), en Rusia un supermacho. Estados Unidos pasó de unos cuatreros descarados en la era Bush al títere parlanchín y azorado de hoy. Las empresas son las que avalan la democracia, la disciplinan. ¿Qué decir de la justicia hipócrita de Suecia, dispuesta a obedecer a un Washington con sed de venganza entregando a Julian Assange por así convenir a sus intereses?
Los patrones son unos cuantos, los mismos siempre. Las dinastías del capital. Nadie habla ya en serio de reyes y sangre azul. Son los magnates, sus fusiones, testamentos y opiniones lo que define las escalas del poder en el mundo actual. En el tablero de los negocios de estas empresas, con tanta precisión descrito por Joseph Conrad en Corazón de tinieblas hace 100 años (1911), todos somos desechables, migrables, colaterales.
Si no les importa la gente, qué les va a importar la Tierra misma al puñado de dictadores de la democracia occidental. Si son ellos quienes definen y sancionan, con créditos y tratados, a “democracias” como la mexicana, la hondureña o la colombiana, y la dan por buena por así convenir a sus intereses, algo está corrompido en la raíz. Si no cambia desde abajo el orden, nada se resolverá. No queda sino reinventar la democracia en ese otro mundo posible donde las empresas obedezcan, lo local no quite lo global, la gente decida y la vida sea prioridad,
NO ES IMPOSIBLE. OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA.
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