XXXI Marcha a Rota

domingo, 7 de agosto de 2011

LAS VANGUARDIAS, LAS REVOLUCIONES, Y EL AUTONOMISMO LATINOAMERICANO-RESPUESTA A RAÚL ZIBECHI




Con algún retraso he tomado conocimiento del artículo de Raul Zibechi “Las revoluciones contra las vanguardias”, publicado en Kaos, cuyo tenor merece una respuesta.

Un articulo de José Bustos | Para Kaos en la Red


Y sin embargo, no se fue nadie...

En ese artículo, evocando “las potentes movilizaciones que atraviesan el mundo”, el autor pretende convencernos de la inutilidad de los partidos políticos (por supuesto, de izquierda) en los procesos de cambio social, atribuyéndole a esos episódicos movimientos populares la capacidad propia, autónoma, de modelar la sociedad conforme a sus aspiraciones.

Para fundamentar sus puntos de vista, Zibechi se remonta a la Comuna de Paris. Sería, según él, à partir del fracaso de esa experiencia -una espontanea insurrección popular-, que los partidos políticos habrían decidido convertirse en “organizaciones de especialistas en pensar, planificar y dirigir” los movimientos que reclaman un cambio social. Más aún, desde esa época, estos partidos habrían acumulado “saberes”, relativos a las prácticas emancipadoras, que no han querido nunca compartir con las masas. En suma, organismos autoritarios y mezquinos, casi perniciosos, que en las revueltas populares actuales (la llamada primavera árabe y los Indignados europeos), han sido severa y legitimamente cuestionados.

Raúl Zibechi es una de los grandes voceros del autonomismo latinoamericano, que postula, en materia de luchas sociales, dos rechazos esenciales: el de constituirse en partido político, y el de tomar el poder para comenzar un proceso de transformaciones.

Según estas nuevas teorías, que el Sub-comandante Marcos y el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) han puesto en práctica en Chiapas (con los magros resultados que se conocen), los movimientos sociales tienen la capacidad innata de dirigirse por sí mismos (sin la intervención de partidos) y no tienen ninguna necesidad de tomar el poder para imponer las reformas sociales y políticas que estimen necesarias.

Esta visión de la mecánica transformadora de la sociedad hace innecesario también que se elabore una alternativa, entendida como la definición previa de los objetivos de las luchas, y de los medios o vías para alcanzarlos. Dicho de otra manera, que estima caduca la necesidad de contar con una estrategia y una táctica revolucionarias.

A la luz de las recientes experiencias de Túnez y de Egipto, no resulta sorprendente que Zibechi se sienta reafirmado en sus concepciones autonomistas. Las revueltas populares en esos países han echado abajo sus respectivas dictaduras, y están imponiendo poco a poco la tan ansiada democratización de sus países. Todo eso sin la intervención de los partidos políticos y, téngase en cuenta, sin poner en riesgo la supervivencia del sistema capitalista.

Nadie pone en duda la extraordinaria potencia de los movimientos sociales, algo que se ha constatado infinidad de veces a lo largo de la historia. Tampoco la capacidad del pueblo para organizarse y autogobernarse, revitalizando viejos valores humanos como el sentido de vida comunitaria, la solidaridad, la ayuda mutua, etc. Por lo demás, ningún cambio social progresista puede llevarse a cabo, sin la intervención decisoria de grandes sectores de la población.

Sin embargo, de lo que se trata en esta época y lo que justifica la necesidad de partidos políticos, es no sólo de encontrar la manera de terminar con el sistema capitalista (antes que él termine con todos nosotros), sino también de imaginar otro modelo de sociedad donde impere la libertad, la democracia, la justicia social, la paz y la protección de la naturaleza.

No debería resultar difícil entender que para obtener esos nobles objetivos es necesaria, indispensable, una Revolución, es decir, la destrucción del sistema capitalista, un modelo de sociedad que produce y reproduce, a través de la propiedad privada de los medios de producción (las fábricas, los campos, etc.), la injusticia social. Para decirlo de otra manera, que hace que unos pocos sean inmensamente ricos, y las mayorías (las que producen esas riquezas) vivan en la más indignante pobreza.

Lo que los autonomistas se niegan a aceptar, es que esos grandes movimientos espontáneos, llamadas puebladas, por mucho que alcancen la potencia devastadora de un tsunami, no van a obtener nunca el cambio de sistema. A lo sumo podrán conseguir, como está ocurriendo en Africa, la caída de un dictador, o algunas mejoras económicas o algunos resquicios de libertades democráticas, a condición –como ya fue dicho-, de no perturbar la vigencia del capitalismo.

Esto es así, porque el sistema tiene los medios para defenderse (Ejércitos, policías, recursos económicos, medios de comunicación, etc.), y también, porque esos accesos de cólera popular se dan siempre por reivindicaciones especificas y puntuales y no duran, no pueden durar mucho tiempo. Una experiencia emblemática: la que vivieron millones de argentinos en 2001, salidos a las calles con la consigna lapidaria “Que se vayan todos” y que no consiguieron, finalmente, que se fuera nadie.

La creación de partidos políticos no es solo una exigencia del sistema representativo, para participar en elecciones. Es siempre el resultado del estudio profundo de las realidades de cada país, del contexto internacional, y de las leyes que rigen la evolución de las sociedades, que permite determinar todo lo que debe hacerse para ir construyendo, cada día, una coyuntura revolucionaria, y asegurar la victoria final. Sin esperar las revueltas espontaneas y ocasionales de los pueblos.

No se trata, como lo afirma Zibechi, de ponerse en mandamás de los pueblos. Los partidos de izquierda, a pesar de sus divergencias, tienen la vocación de ser emanaciones directas del pueblo, en particular de los trabajadores, de los que sufren en carne propia las injusticias sociales. El partido no debe ser un grupo de conspiradores desligado del movimiento social, sino la fusión de los estratos más avanzados, más combativos de esos sectores sociales con los intelectuales.

Después de las lamentables experiencias históricas del llamado “socialismo real” resulta comprensible que se haya difundido en el mundo una cierta desconfianza en los partidos políticos de izquierda, en particular –precisamente- de los que postulan cambios radicales, de los que no creen que el capitalismo sea “reformable”.

Ocurre que en esas experiencias, a la hora de la toma del poder, esos partidos victoriosos terminaron encaramándose en el aparato del Estado, se disociaron definitivamente del pueblo, y ejercieron –con la complicidad de la tecnocracia- una dictadura, tan odiosa como cualquier otra, suprimiendo las libertades públicas y ejerciendo una impiadosa represión contra todo aquel que fuera capaz de elevar su voz de protesta o de expresar su disidencia. Naturalmente, de esta degeneración burocrática no podían salir indemnes las propias ideas del socialismo.

Si esos partidos no tienen hoy una intervención significativa en los movimientos sociales provocados por la crisis del capitalismo, si provocan el rechazo de la gente que se asoma a la vida política, como es el caso de muchos Indignados, se debe, para decirlo en pocas palabras, a tres factores principales.

Por un lado, porque no han sabido redefinir las ideas del socialismo, desmarcándose radicalmente del ingrato “socialismo real”; por otro lado, porque no han conseguido adaptarse a los cambios impuestos por la mundialización, por el desarrollo vertiginoso de la ciencia y la tecnología y, en América Latina, con la emergencia de nuevos actores sociales como son los pueblos originarios; finalmente, porque no han encontrado la manera de resolver sus divergencias teóricas, o no han encontrado puntos de acuerdo para un trabajo en común que les devuelva una presencia y en cierto peso en la vida politica.

Eso es profundamente lamentable porque, en tales condiciones, están perdiendo la una urgente cita con la Historia

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